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8.11.2013

UNA BUSQUEDA DE UNIDAD

Por Pablo de Santis
+Pablo de Santis en ADN CreadoreS

Sus Artículos en ADN CreadoreS



Es cierto que nos distraemos con pantallas sucesivas, mails irrelevantes, el ritual del zapping y el solitario en su versión difícil. No tengo Facebook y ni siquiera entiendo el concepto de "red social", pero sé que la mayoría de la gente pasa de una cosa a otra en fracción de segundos. Algún borroso conocido "ha subido una nueva fotografía" de sus vacaciones. A menos que haya pasado las vacaciones a bordo del Costa Concordia, es poco probable que tenga algún interés. 

Los más jóvenes suman a estas tentaciones los videojuegos que acechan en la Wii, en la PlayStation 3, en tablets, celulares y hasta en el microondas. Sé que todas estas cosas, múltiples y multifacéticas, se disputan la atención del posible Lector y, sin embargo, me sorprende cómo no hemos dejado de aspirar -al menos en lo que a Ficciones se refiere- a la Unidad.

El Imaginario -llamemos así a los rasgos generales que muestran las Fantasías de una época- se ha comportado siempre de un modo muy caprichoso. Su única coherencia descansa en la contradicción. La Literatura de Ciencia Ficción soñó desde la época de Julio Verne con Viajes Espaciales, pero cuando el Módulo de la Apolo XI alcanzó la superficie de la Luna, los Viajes Espaciales desaparecieron de la imaginación popular. 


Tremendas computadoras como la HAL de 2001: Odisea del espacio, nos atemorizaron a los que nunca habíamos visto ni siquiera una Drean Commodore, pero cuando las Máquinas llegaron a los hogares, se despidieron de la Narrativa. La Generación que nació conectada a las PC conoce a la perfección los avatares de Harry Potter, de El señor de los anillos y de Las crónicas de Narnia, pero nada de relatos sobre Computadoras, asesinas o no. La Ficción siempre trata de lo que no está.

A pesar de los distintos soportes, la Lectura se ha mantenido más o menos idéntica a sí misma a lo largo de los siglos. Acaso el único Cambio Memorable haya ocurrido en el Siglo IV: el Paso de la Lectura en voz alta a la silenciosa. En un famoso pasaje del Libro VI de sus Confesiones, San Agustín se sorprende de que Ambrosio, Obispo de Milán, lea en silencio. 



"Cuando leía sus ojos se deslizaban por las páginas y su corazón buscaba el sentido, pero su voz y su lengua no se movían." 

Leemos a veces en voz alta, sobre todo a los niños, pero la Lectura es en esencia un silencio que ha durado siglos. Es probable que la capacidad de concentración se haya reducido un poco, pero eso es todo: los procedimientos mentales que exige un Texto han sido los mismos a lo largo del tiempo. Es un Trabajo y un Juego; como Trabajo es fácil y como Juego, difícil. Y es sobre todo una búsqueda porque son pocos los Libros que nos gustan, pero sobre todo, los Libros que corresponden a ese día, a ese momento de Lectura. La Lectura no es un descubrimiento constante de la Historia de la Literatura: es un descubrimiento del momento en que vivimos, de la página que rime con el día.

Hay siempre en la Lectura una búsqueda de la Unidad. En los Poemas es evidente por su laboriosa construcción de un instante, y también en los Cuentos; pero aun en la Novela, con la Lectura discontinua que exige el Género -leemos aquí o allá, bien despiertos o un poco dormidos, en casa o en viaje-, sabemos que la experiencia verdadera está en encontrar, bajo las peripecias diversas, un Centro para nuestra atención. Por variados que sean los episodios de una Novela, sólo percibimos como irremplazables aquellas Historias donde cada detalle colabora con la construcción de una Figura única. Como si hubiera en los Libros un Símbolo escondido que sólo termina de ser dibujado en la última página.

Creo que esa misma búsqueda de Unidad puede explicar inclusive la supervivencia del diario de papel. Si seguimos leyendo el diario, a pesar de que todo el mundo anda con tablets, teléfonos y computadoras portátiles, no es por sus ventajas sino por sus limitaciones. Frente a la versión digital tiene casi todo en contra, pero es lo que tiene en contra lo que lo ha hecho sobrevivir. Donde fracasa, triunfa. El diario en papel refleja nuestra aspiración por la Unidad, esto es, lo acabado, lo que tiene Principio y Final, aquello a lo que nada se puede agregar. 


Cada noticia, aun las que refieren hechos que no han terminado, tiene su punto final. Las crónicas diarias deben ofrecer una visión cerrada de las cosas, sin actualización posible, aunque esa clausura sea una ficción, porque la vida continúa. No toleramos que todas las cosas estén ocurriendo, necesitamos que algunas hayan ocurrido, necesitamos huir del presente en permanente transformación, para comprenderlo bajo la forma de relato unitario.

Una de mis Novelas favoritas es El tirador [1975], de Glendon Swarthout. Autor y Libro olvidados por igual, a pesar de que su versión cinematográfica fue el último trabajo de John Wayne. Cuenta la Historia de John Books, un pistolero de cincuenta y tantos años, que llega a El Paso después de ocho días de cabalgata para ver a un médico que lo salvó una vez. Es el año 1901, la Reina Victoria acaba de morir y Books es el último de su especie. El Médico le receta láudano y le dice que el fin está cerca. Books, que en principio no quiere que se sepa que está en la ciudad, al enterarse de que tiene las horas contadas se resigna a que la noticia corra de taberna en taberna. Hay muchos que sueñan con enfrentarse con John Books. Y él no habrá de decepcionarlos.

Al comienzo de la Novela, Books, para distraerse de su dolor, compra un diario:

Pensó: Éste es el último Periódico que leeré. No compraré otro. Toda la vida los recorrí apenas con la vista, y nunca saqué todo lo bueno de uno solo. Bien, leeré hasta la última palabra de éste, y cuando termine sabré con seguridad qué ocurría en el mundo, el Vigésimo Segundo día de Enero del año 1901.

Y lee del Principio al Final, día tras día, el mismo diario ya amarillento, hasta que parte rumbo a su último duelo. Nos gusta el diario por la misma razón que a este tirador: porque convierte un día en algo cerrado. Una Unidad, un Objeto, un Relato. En el diario, un día es la metáfora de un día.

No podemos salvar a los Personajes como John Books, condenados por la necesidad de la trama, pero podemos asistir al espectáculo de sus decisiones, al ejemplo de su libertad. Aunque existan los Libros del tipo Elige tu propia aventura, sabemos que la Literatura no funciona así, sabemos que toda decisión nuestra sobre el destino de los personajes es una impostación: nosotros elegimos el Libro, que los Personajes elijan lo demás. Esta fatalidad, sin embargo, nada tiene de fatalista. El Cuento siempre habla de un mundo que cambia; la Novela, de un Personaje que Cambia. Y los Personajes cambian a partir de sus Decisiones.

Recuerdo haber visto durante años en los carteles de la calle la publicidad de un Curso de "Lectura veloz". Podemos aventurar que toda Lectura, inclusive la más lenta, es veloz. Mucho más veloz que lo que nos exige la Tecnología. Porque al leer un Texto, aunque no sea de Gran Complejidad, necesitamos entrar en un mundo simbólico, descubrir el sentido específico con el que se usan las palabras, y a menudo aceptar la mirada de alguien muy distinto de nosotros. La velocidad de la Lectura es de una clase muy especial: ida y regreso en un Unico Viaje.




Arte: Ares
Diseño|Arte|Diagramación: Pachakamakin

10.08.2012

LOS CRISTALES PRODIGIOSOS DE LA FICCION

Por Pablo de Santis
Sus Artículos en ADN CreadoreS


Leemos porque esperamos. El verbo esperar tiene dos sentidos en español (que en otros idiomas exigen palabras diferentes): aguardar algo concreto y a la vez tener esperanza, desear algo que no sabemos si va a ocurrir. La literatura participa de los dos sentidos del verbo esperar: esperamos algo concreto de un libro (si es un libro de historia, hechos verdaderos; si es una novela policial, el crimen) pero a la vez esperamos algo nuevo y brumoso, algo que no sabemos, que todavía no nos han contado. No leemos libros sin expectativa, y los géneros (el policial, la literatura fantástica, la ciencia ficción) son inspiración, reglamento y a veces fuga de esa expectativa.

Los géneros nos invitan a prestar mucha atención a algunas cosas del relato y a descuidar otras. Es imprescindible la atención, pero también la distracción. Para conseguir este equilibrio, cada género tiene su propia manera de ver el mundo. Los héroes ven a través de ventanas, de mirillas, de catalejos, de microscopios, de puertas entreabiertas, de lupas. A través de cristales y rendijas descubren en qué clase de mundo están.

En las líneas que siguen hemos jugado a buscar para cada género un artefacto óptico que le sirva de símbolo.


CATALEJOS Y LARGAVISTAS

El instrumento óptico característico del relato de aventuras es el catalejo. Estamos acostumbrados a que piratas y corsarios tengan un solo ojo: el parche nos recuerda no sólo los peligros pasados, sino la mirada de cíclope que exige el catalejo. Sabemos que el héroe de aventuras nunca está quieto: nada lo define mejor que su capacidad de llegar tan lejos como sea posible. Hay que atravesar mares, desiertos, campos de batalla. Y en esta empresa el catalejo permite ver al enemigo que se acerca, o la meta que hay que alcanzar: una ciudad, una montaña, una isla. Es la promesa de la aventura. En Las minas del rey Salomón, de H. Ridder Haggard, el cazador Allan Quatermain y sus compañeros de viaje ven a lo lejos, más allá del desierto, la montaña que los separa de la mítica región que da título a la novela. Umbopa, el guía, les señala que el viaje es muy largo:
Sí -replicó sir Henry- es muy largo. Pero no hay viaje en esta tierra que no pueda realizar un hombre si pone todo su empeño en ello. No hay nada que no se pueda hacer, Umbopa. No hay montañas que no pueda escalar, no hay desiertos que no pueda atravesar si le guía el amor y defiende su vida sin darle importancia, dispuesto a salvarla o perderla según ordene la Providencia.
En las novelas marinas de Emilio Salgari, como el ciclo de Sandokán o El corsario negro, la lectura del horizonte, la detección de los barcos enemigos y la identificación de las banderas se convierten en una parte esencial de la peripecia. Hay que distinguir si es un barco que lleva un valioso cargamento, o si forma parte de una escuadra de naves enemigas, a la caza de piratas. Hay que contar el número de cañones y de hombres, para no llevarse una sorpresa en el momento del ataque. Pero la marea es cambiante y las novelas de mar también: cuando el lector abandona las ficciones serenas de Salgari y llega a Joseph Conrad (que fue marino de verdad), esta extrema visibilidad se convierte en oscuridad, en neblina, en ceguera. El capitán de El socio secreto esconde en su camarote a un prófugo que se le apareció de repente en medio de la noche y que nadie ha visto llegar; el capitán de Con la soga al cuello debe alcanzar un puerto mientras esconde a los demás su progresiva ceguera. Marlow, protagonista de El corazón de las tinieblas, se asoma a la borda del vapor que lo lleva río arriba sin ver nada a su alrededor:
El resto del mundo no estaba en parte alguna por lo que a nuestros ojos y oídos se refería. En parte alguna. Se había esfumado, desaparecido; había sido borrado sin dejar atrás ni un susurro ni una sombra.
La aventura ya es oficio de tinieblas.

DETRAS DE UN VIDRIO EMPAÑADO

La literatura fantástica tiene un modo de mirar completamente distinto al de la novela de aventuras. En lugar de ocuparse de lo que está lejos, se asoma a lo más próximo y se esmera por verlo de un modo distorsionado, nebuloso. Los héroes de aventuras son en general hombres solos, que no tienen familia o que la han dejado atrás: en los cuentos fantásticos, en cambio, siempre es el ambiente familiar lo que es trastornado por la aparición o el prodigio.

Este género ve el mundo a través de vidrios empañados, rendijas, ojos de cerradura, puertas entreabiertas. Hay una obsesión con el umbral: los marcos de puertas y ventanas, esos objetos tan domésticos, pueden ser un paso hacia el pasado, o el sueño, o el país de los muertos. La literatura fantástica siempre se apropió de miedos muy antiguos: los umbrales han sido objeto de reverencia y temor en muchas culturas, y la costumbre de decorarlos con ajos o muérdago, que todavía pervive, es un resabio de antiguas creencias.

En la novela corta La puerta abierta, de Margaret Oliphant, todo lo que ha quedado de una construcción es un umbral, sin paredes ni puerta, y a través de ese umbral resuena de noche la voz del fantasma, que pide que lo dejen entrar. El narrador, vecino de la ruina encantada, nos cuenta:

La primera vez que llegué a Brentwood me emocionó, como si fuera un melancólico comentario de una vida que se fue para siempre. Una puerta que conducía a la nada -una puerta que alguna vez fue cerrada precipitadamente, y sus cerrojos echados- ahora vacía también de todo significado.
Los fantasmas, presencias emblemáticas del género, no aceptan la visión directa. Siempre están en el cuarto vecino, o en el piso de arriba, o en la oscuridad, o reflejados en un espejo, o detrás de una ventana. Viven en la brecha que se abre entre la sospecha y la certeza. Los espectros están destinados a verbos como asomar o aparecer. Nunca entran, nunca están del todo: aparecen, se asoman.

H. P. Lovecraft fundió de una manera completamente singular la ciencia ficción con el horror en cuentos y novelas que en general transcurren en tenebrosas regiones de su invención, como Arkham, Innsmouth o Dunwich. En sus historias los umbrales ya no son la puerta de entrada de los muertos, sino de criaturas horrendas que alguna vez, hace millones de años, dominaron la tierra, y que intentan volver a conquistarla. Ventanas, puertas, torres o pozos sirven de umbral a esta mitología pródiga en ojos y tentáculos. Como en los cuentos de fantasmas, la enorme casona es el teatro donde el pasado revela que sigue presente, que hay un asunto sin resolver. Pero en la obra de Lovecraft el pasado se mide en eones y lo no resuelto es el destino de unos dioses terribles.

ESPEJOS Y FANTASMAGORIAS

En su brillante ensayo La fantasmagoría, el crítico francés Max Milner se ocupó de ver cómo en el siglo XIX los avances de la óptica tuvieron una gran influencia en la literatura fantástica. Era la época de la fantasmagoría, la linterna mágica (juguetes que son la prehistoria del cine), la magia catóptrica (trucos de magia con espejos): invenciones que eran a la vez ciencia y espectáculo. La víctima de tales inventos era el ojo humano, al que había que engañar con mujeres aserradas, espectros y bailes de esqueletos.

En las tres últimas décadas del siglo XIX abundaron en los teatros de Buenos Aires las visitas de grandes magos que acostumbraban a hacer trucos con espejos y más adelante con electricidad (como amablemente nos recuerda la Historia de la magia y el ilusionismo en la Argentina, de Mauro A. Fernández). Si aceptamos la hipótesis de Milner, es probable que estos ilusionistas dejaran su impronta en la obra de Eduardo Holmberg y de Leopoldo Lugones, que fue además un gran interesado en el ocultismo. Estos autores iniciaron la tradición del cuento fantástico argentino, luego llevada a la excelencia por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares y Julio Cortázar. En todos ellos la visión turbia ocupa un lugar fundamental en relación con lo sobrenatural. Por ejemplo, en Las puertas del cielo, de Julio Cortázar, es un salón de tango el que sirve de umbral para el fantasma de una mujer, a la que el narrador ve a través del humo que distorsiona todo. El ambiente es vulgar y es prodigioso; es el infierno y es el paraíso.

El mismo contraste entre la experiencia única y el marco trivial que la degrada está en el cuento El Aleph, de Borges. En un sótano de una casa de la calle Garay, custodiado por el temible poeta Carlos Argentino Daneri, se esconde el instrumento óptico más singular de la literatura: ese punto donde se pueden ver todos los puntos de la Tierra al mismo tiempo. ¿Pero conduce a alguna clase de felicidad ese prodigio? ¿Sirve de algo ver todo? El Borges del cuento ve lo que hubiera preferido no ver y lee lo que hubiera preferido no leer: las cartas de su amada Beatriz. Si la novela de aventuras nos dice: "Mira lejos" y el cuento policial "Mira atentamente", el mandamiento visual del cuento fantástico es: "No mires".

MICROSCOPIOS Y TELESCOPIOS

La ciencia ficción depende quizás más que ningún otro género de los instrumentos ópticos: los microscopios y los telescopios. Científicos y comandantes de naves espaciales miran por telescopios y pantallas los lejanos lugares que habrán de visitar, o los peligros que se acercan a la Tierra. Lo que ahora es un punto en una pantalla mañana puede ser una catástrofe. En la ciencia ficción las distancias ya no son las mismas que las del relato de aventuras, pero idéntico es el deber del héroe: viajar.

A la ciencia ficción también le toca explorar lo mínimo, y por eso sus científicos cuentan con microscopios en abundancia. En el cuento La lente de diamante del irlandés Fitz James O'Brien (precursor de la ciencia ficción que murió durante la guerra civil norteamericana), un estudiante consigue un cristal prodigioso, y con él descubre un mundo en miniatura. En El hombre menguante, de Richard Matheson, un hombre común empequeñece día a día hasta habitar una casa de muñecas y ver convertidos en peligros mortales al gato de la casa y a una araña (escenas inolvidables en la película de Jack Arnold, que tantas veces pasaron por televisión los sábados a la tarde en Cine de Súper Acción). Al final, cuando parece que ha llegado a la extinción, el mínimo héroe entra en el mundo de los átomos: tiene ante sí un nuevo universo por explorar.


LA LUPA ETERNA

El instrumento que corresponde al género policial es, por supuesto, la lupa. En realidad ni siquiera es indispensable que aparezca la lupa: lo que nos importa es el ojo del detective, fijo sobre los detalles que los otros pasan por alto, sobre las cosas minúsculas que los héroes de aventura hubieran ignorado.

En el relato El paciente residente, Sherlock Holmes explica una compleja escena de asesinato, y Watson reflexiona:

Todos habíamos escuchado con gran interés este esquema de los hechos que habían tenido lugar la noche pasada; hechos que Holmes había deducido partiendo de signos tan sutiles y minúsculos que, incluso tras habérnoslos indicado, apenas podíamos seguir sus razonamientos.
Hasta que apareció el género policial, la narración de aventuras fue, en esencia, la relación de un viaje. Contar un cuento era contar cómo se recorrían las distancias. Pero a fines del siglo XIX el relato policial da origen a otra clase de peripecias. Los relatos policiales, nacidos para ser leídos en los trenes, han odiado siempre los viajes, a los que ven como una incomodidad narrativa (salvo cuando el crimen ocurre en un tren, en el Orient Express, por ejemplo, o en un trasatlántico, y entonces el transporte mismo se convierte en el lugar cerrado que necesita la trama). La literatura policial prefiere al héroe quieto y al lector en movimiento.

El detective es ante todo un héroe inmóvil. Sherlock Holmes y el doctor Watson se aburren mientras esperan que alguien golpee a la puerta y el crimen los arranque de su tedio. Lo mismo le ocurre al detective de la novela negra. El escritorio desordenado, la oficina sucia y la botella de bourbon mantienen su encanto, porque una parte de la aventura es la espera de la aventura.

El escenario clásico del crimen -el cuarto cerrado- es el teatro ideal para que el detective ponga a prueba su habilidad visual: los detalles que para otros son irrelevantes para él son los signos que conducen a la verdad. La mirada del detective no sólo hace grande lo pequeño, como la lupa, sino que convierte lo habitual en excepcional. Hay que mirar todo como si se lo viera por primera vez.

Uno de los atractivos perennes del relato policial es que hace del detective un lector. De todos los instrumentos ópticos que despliegan los géneros, la lupa es el único que es un instrumento de lectura. El detective es un lector que va unos pasos delante; recibe los fragmentos de la historia escondida al mismo tiempo que nosotros, pero se nos adelanta a leer. Lo que para nosotros, lectores comunes, son pedazos de la realidad sin unidad aparente, son para el investigador fragmentos de un todo. Hay una especie de pedagogía siempre incompleta: Sherlock Holmes le enseña a Watson, y Watson ("que fue su evangelista/ y que de sus milagros ha dejado la lista", escribe Borges), a nosotros. Pero en el próximo cuento volvemos, como el amable médico, a nuestra primitiva ignorancia. 

Nacido a mediados del siglo XIX, cuando la educación ya llega a todas las capas sociales y los periódicos reúnen, en el recuerdo de un día, los hechos del mundo, el género policial nos invita al juego de no saber, a la ensayada ignorancia, al placer de no ver lo que estaba delante de nuestros ojos. En la vida real equivocarse puede ser terrible; en la vida leída, en cambio, el error siempre tiene su encanto. Quien no se equivoca no conoce la sorpresa, y la lectura es el juego del asombro.

La tradición les ha destinado a los traductores, y de algún modo a los intelectuales en general, un patrono perfecto: san Jerónimo. Fue el primer traductor de la Biblia, y en las pinturas aparece encerrado con sus libros y con un león al que ha domesticado (Italo Calvino escribió unas páginas muy lindas sobre la oposición entre san Jorge, el héroe exterior, y san Jerónimo, el héroe interior). Pero el género policial ha convertido a Sherlock Holmes y a Auguste Dupin, el detective de Edgar Allan Poe, en patrones laicos de la lectura. Tienen una cosa en común con san Jerónimo: en lugar de viajar prefieren los cuartos cerrados. Aunque a los detectives les falta el león, tienen como reemplazo un cadáver, que los ayuda a recordar los peligros del mundo. En estos encierros Holmes y Dupin nos enseñan a leer: hay que buscar con lupa las cosas escondidas y leer en los márgenes, y no en el centro de la página, el texto verdadero.


Diagramación & DG: Pachakamakin

6.10.2011

EL HOMBRE, EL CLIMA Y LOS DESASTRES


Por Juan José Oppizzi


Cuando una granizada, un huracán o una inundación se precipita sobre las viviendas y los elementos que le sirven para existir al hombre, esos hechos adquieren la categoría de “desastre”. Tales “desastres” son catalogados como “naturales” para diferenciarlos de los que el hombre desencadena, como las guerras, las persecuciones, las limpiezas étnicas o las contaminaciones del medio ambiente. El conocimiento actual tiende a achicar las diferencias entre el concepto de desastre natural y el de desastre provocado, en virtud de que respecto de los primeros ha surgido una certeza: el grado de responsabilidad humana. 

Ya está suficientemente proclamado el efecto de la mano del hombre sobre el cambio climático. Y vale la pena subrayar que también la idea del cambio climático está siendo manejada en forma alevosa, y la mayoría de la gente repite argumentos que están más cargados con el viejísimo tinte apocalíptico de los predicadores efectistas que con los análisis claros de una realidad concreta. Alguna vez debería hacerse un estudio sobre el gran negocio mediático que le implica a numerosos charlatanes el hablar disparates y fabricar teorías absurdas, aparte de la confusión que desparraman. Pero aquí me interesa apuntar, más que nada, ángulos poco frecuentados del problema. Por ejemplo, algunos datos de la historia de nuestra Pampa.

En la actualidad, la Pampa suele dividirse en Húmeda y Seca. La Húmeda es la del este, más o menos desde la línea fronteriza entre las provincias de Buenos Aires y La Pampa, hasta el Río de la Plata y el Océano Atlántico. La Seca es la ubicada al oeste de esa línea, es decir la que coincide más o menos con el territorio de la provincia de La Pampa. Hace doscientos años, no había pampas húmedas o secas; toda la región era predominantemente seca. Había unos pocos grandes cursos de agua –el río Salado del sur, el Arrecifes, el Vallimanca, el Quequén, el Sauce Grande, dichos con sus actuales nombres– y los que hoy revisten el carácter de arroyos respetables eran apenas cañadones intermitentes. Las lagunas eran mucho menos abundantes. Los aborígenes apreciaban las zonas húmedas, dado que las estaciones de calor reducían las posibilidades de aprovisionarse de agua potable. Sus asentamientos eran en terrenos que quedaban a salvo de aluviones (aunque las lluvias solían ser más espaciadas que ahora). Cuando los colonizadores europeos invadieron por completo las tierras de esta zona, en la segunda mitad del siglo XIX comenzó el primer gran cambio ecológico: la forestación. Excepto el ombú, una hierba gigante, en toda la Pampa no existían vegetales que pudieran dar la misma sombra. Desde 1850, llegaron árboles ajenos al medio: higuerillas, acacias, sauces, paraísos, eucaliptos, álamos, cipreses, pinos, cedros, abetos, araucarias, ligustros; sin contar los frutales: naranjos, mandarinos, limoneros, manzanos, olivos, durazneros, ciruelos, nogales, castaños. El efecto de la población arbórea fue casi inmediato: el aumento de la sombra disminuyó la evaporación del agua; la cuota multiplicada de oxígeno cambió la composición del aire; el tejido de raíces modificó la manera de absorber y recuperar los líquidos en los suelos.

Después llegó el otro gran cambio: la explotación intensiva de la ganadería. Enormes masas de animales ovinos y vacunos se distribuyeron por extensiones que antes habían visto discurrir el ciclo de sus pastizales en forma lenta. El consumo rápido de hierbas obligó a la tierra a una renovación igualmente acelerada, con la añadidura del abono animal.

A esa altura, la humedad ambiente empezó a crecer, las lluvias se hicieron más frecuentes, los vientos llenos de polvo de otrora comenzaron a transportar mayor cantidad de nubes, se hizo habitual un fenómeno que solía visitar la región muy de vez en cuando: la niebla. Los ríos se fortalecieron; las lagunas mantuvieron sus caudales todo el año; los cañadones dibujaron arroyos persistentes.

Y entonces llegó el mayor de los factores de cambio: la explotación agrícola. Por primera vez se araron miles de hectáreas; se sembró maíz, trigo, girasol, lino. Los campos se vieron tapizados por nuevos vegetales no graníferos: el cardo de Rusia, el sorgo de Alepo, la alfalfa y más recientemente la celebérrima soja. Algunos, dañinos; otros, complementarios de las siembras y de los abonos, y otros, ambas cosas. El régimen de absorción de agua se alteró; surgió pronto un fenómeno que, de insignificante, pasó a ser importante: la erosión.

Tantas modificaciones fueron acompañadas del poblamiento humano. Se formaron parajes, villorrios, ciudades. Se trazaron caminos, se construyeron puentes. Vino el ferrocarril. Los caminos y las vías férreas se hicieron sobre terraplenes. Se construyeron diques y represas, que formaron inmensos espejos de agua, a su vez fuente de ciclos ampliados de condensación y evaporación.

Aquí voy a exponer una teoría que puede sonar extraña, ya que contradice las afirmaciones masivas habituales: hasta ahora, las modificaciones realizadas por el hombre sobre su medio ambiente han ido más rápido que los cambios palpables de éste. Pero, justamente, ése es el problema principal. Las granizadas, los huracanes, las lluvias, no son muy diferentes de lo que eran hace doscientos años, aunque algo hayan variado; sólo que ahora inciden sobre una estructura que en aquel entonces no existía. Una granizada de 1800 en esta región podía afectar a los animales autóctonos y a los centros poblados indígenas (mejor preparados que muchas de nuestras modernas construcciones); un huracán quizá a lo sumo rompía algunos ombúes; el desborde de un río no era algo digno de mención para los habitantes primitivos de la Pampa, salvo por impedirles el paso al otro lado en algunos días. Los fenómenos climáticos –pese a lo que digan exaltados sabihondos– no son más intensos ahora que en el pasado. Hasta podría citar la novela Los hijos de capitán Grant, de Julio Verne (hombre bien informado, si los hubo), en la que se menciona una pedrada ocurrida hacia 1830 en Guaminí (recordemos que parte de dicha novela se desarrolla en esos lugares), oportunidad en que murieron ñandúes, liebres, peludos y zorros. Imaginemos el escándalo que harían los gritones mediáticos de hoy si sucediera algo como eso arriba de nuestras modernas cabezas y de las de nuestras refinadas mascotas. Asimismo, un argumento puramente físico desmiente que los vientos de la actualidad sean peores que los de aquellos años: la cantidad de árboles que hay a lo ancho de la Pampa le pone obstáculos a la marcha de las masas de aire inferiores.

Una granizada actual encuentra millones de techos, de vehículos y de árboles frutales donde caer. Un huracán se apoya en millones de construcciones y puede hacer volar millones de objetos. Un desborde de río puede tapar millones de viviendas ribereñas, arrastrar miles de puentes y romper cientos de diques. Aun si esos fenómenos tuviesen la mitad del volumen que tenían en épocas remotas, igualmente harían miles de veces más daño, a causa de todas las cosas que hay expuestas a dañarse. El desarrollo de muchísimas recientes obras como carreteras, barrios nuevos de ciudades, elevación de terrenos, modalidad de laboreo de los campos, canalizaciones para el drenaje de diversas fuentes de agua temporarias y permanentes, etc., no siempre –o mejor dicho casi nunca– fue contemplado en línea con estudios de hidráulica, de topología o de antecedentes geográficos. Simplemente se realizaron de acuerdo con criterios momentáneos (cuando no oportunistas) e individuales, es decir no en función de la pertenencia a la comunidad. Entonces cuando parte de una ciudad queda arrasada, porque las viviendas de los planes sociales no fueron construidas previendo la eventual fuerza de los vientos, porque se rellenó absurdamente el lecho de una cañada, porque no se revisó la profundidad y características de las napas subterráneas o porque se creyó que el pacífico río cercano seguiría en el mismo nivel de crecidas aun cuando se le vuelca el triple de escurrimientos que diez años antes, entonces la rapidísima solución argumental es la del “inexplicable comportamiento del clima”, la de las lluvias “inéditas”, los vientos “nunca vistos”, las crecientes “inesperadas y más grandes de la historia”...

Una de las incógnitas con las que nos hallamos en cuanto accedemos a la indagación del cambio climático es hasta qué punto es un cambio y hasta qué punto el hombre cambió los elementos sobre los que el clima actúa. Si no logramos establecer con exactitud una y otra cosa, las soluciones que se puedan aplicar serán parciales. Tal vez los efectos del dichoso cambio aún no sean tan palpables; quizá cuando lo sean no puedan revertirse.