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3.24.2012

MUNDO FACHO

Por Daniel Guebel



No lo conocía ni sabía quién era, posiblemente porque no tengo gran afición por la radio. El habla espectral de los parlantes, el diálogo imaginario con un interlocutor que no contesta, me parece la forma socialmente aceptada de la proliferación de voces imaginarias propia de la psicosis. De hecho, me enteré de su existencia por casualidad, una vez que haciendo zapping vi, en una serie penosísima de la televisión local, a un ser tirando a pequeño y obeso y fuera de estado físico que interpretando a un héroe solitario y vengador al estilo Charles Bronson corría, asesinando gente a troche y moche. Me impresionó el error del casting, la pésima interpretación, que en vez de producir el efecto de identificación buscado y el subrayado subsecuente (“salgamos a hacer justicia por mano propia, el otro es tu enemigo, matemos a lo que no se nos parece”), llevaba todo involuntariamente para el lado del ridículo. Me asombró también, cuando cayeron los títulos, que el protagonista que desempeñaba el papel de duro llevara por nombre artístico el seudónimo “Baby” (bebé) precediendo a su apellido que imagino es real.


La segunda noticia acerca de esa persona la tuve gracias a un amigo cuyas opiniones en general respeto y que en una reunión lo mencionó como autor de performances radiales nocturnas. Mi amigo exaltaba las bromas a costa de los oyentes, las frases disparatadas, el fascismo salvaje del personaje, su brutalismo populachero, estimando la mezcla como una actuación extraordinaria, de carácter surrealista o dadaísta. La tentación más convencional es prestarles atención y darles crédito a aquellos que reman contra el sentido común, así que me prometí escuchar alguna vez el programa de Baby Etchecopar. ¡Quizá fuera un genio radial y un fiasco televisivo! Luego, por supuesto, me olvidé.

Hasta que una vez, volviendo de una de esas tediosas aventuras nocturnas que nos dejan sabor amargo, escuché su famoso programa radial. Me pareció que el señor Etchecopar era ducho en la respuesta rápida, ingenioso de baja manera. Era, sí, muy bueno en lo suyo, pero lo suyo no me gustaba nada.

Francamente, lo que escuché me pareció una repulsiva demostración de sadismo profesional, un proferidor de barbaridades y un exaltador de la barbarie más vil, un apologeta ruin de la violencia que se solaza en el desprecio exhibicionista por las opiniones y las emociones de las pobres gentes que lo llaman en la ingenua creencia de que van a ser escuchadas y a cambio reciben el mismo trato que el ganado que se lleva al matadero. “Mi amigo –pensé– en este caso se equivoca de principio a fin”.

Desde luego, la violencia es un diamante brutal y multifacetado, que soporta las miradas de una múltiple interpretación. Y por supuesto, el deseo de que le vaya mal a alguien que nos disgusta profundamente debe tener ciertos límites, así que, enterado de la historia del asalto a su domicilio y del tiroteo subsecuente, no puedo sino lamentar lo que le ocurrió al señor Etchecopar y a su hijo, desearles la más pronta y completa recuperación, y también lamento, aunque este sentimiento no sea, en este momento social, muy compartido, el sufrimiento de la familia del asaltante muerto.

Mientras un periodista como un perro rabioso recitaba los hechos de violencia que el difunto había perpetrado, vi por televisión las fotos de su prontuario, de frente y de perfil, y tuve la impresión de que ahí había un tipo sin opciones y sin futuro, alguien que tal vez había agarrado un arma sin saber qué hacer con ella, como suele ocurrir con tantos otros sin futuro que matan o mueren sin saber por qué.

Desde luego, que un asaltante que porta un arma reciba diez balazos de un apologeta de la violencia que finge sufrir un ataque al corazón y desarmado encuentra su razón de ser y dispara, da mucho que pensar. No tanto sobre los hechos, sino acerca del modo en que se montan y se presentan al público, y sobre el modo en que el mundo se organiza sin saber qué hacer con la gente que se ve empujada a salirse de él.



Diagramación & DG: Andrés Gustavo Fernández

HAY QUE MATARLOS A TODOS



"Felizmente, pensó, la penosa transformación 
habría de limitarse a los días de plenilunio. 
Aunque ahora, recién superada por primera vez, 
notaba como si le hubiese legado alguna secuela. 
Y aquella difusa cólera latente, aquel 
imperceptible deseo de revancha, no lo dejaban, 
no, del todo tranquilo".


De El lobo-hombre (1947), 
cuento corto de Boris Vian [1920-1959]


Digamos que, a esta altura, ya me acostumbré a la desmesura del fútbol; un ámbito donde cada animalada es vista como excepción cuando, lejos de ello, se constituye en nueva regla. 

Me niego a discutir sus estúpidos lugares comunes. Por ejemplo ese que dice: “El público paga y tiene derecho a expresarse”. Pues no. Aceptar que cualquier energúmeno te insulte, te llame ladrón y exija a los gritos que te echen porque perdiste un partido, es como volver al “estado de naturaleza” del que hablaba Thomas Hobbes en su Leviatán, escrito en 1651.

Hobbes, un duro, desarrolló su idea de un contrato social para limitar y controlar el natural instinto salvaje del ser humano. Allí describía el peligro de una “guerra de todos contra todos” [bellum omnium contra omnes] y advertía: “El hombre –malo por naturaleza– es el lobo del hombre” [homo homini lupus est]. Más de tres siglos pasaron y para algunos, las cosas no parecen haber cambiado demasiado.

Estuve en Auschwitz en 1979, durante la tensa primera visita oficial de Karol Wojtyla a su país natal como nuevo Papa. Ese campo era, desde su mismo diseño, una perfecta fábrica de muerte. Hornos. Horcas. Paredones. Y las duchas, donde en lugar de agua caía gas Zyclon B. En las paredes, cubiertas por vidrios, podían verse los arañazos. Morían como ratas porque eso eran los judíos para los nazis. Ratas, no seres humanos.

“Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, dijo alguna vez Theodor Adorno. ¿Cómo calificar, entonces, las rimas que, con notable obstinación, la hinchada de Chacarita repite cada vez que juega contra Atlanta, su clásico rival, un club identificado con la colectividad judía? Estos imbéciles tienen sus hits y, obvio, los cantaron la semana pasada en San Martín, antes de emboscar y casi linchar a medio centenar de dirigentes que acompañaron al equipo. El más festivo, advertía: “¡Ahí viene Chaca / por el callejón / matando judíos / para hacer jabón!”.

Cierto; eso hacían con la grasa de los cuerpos. Yo los vi. Tienen forma irregular, un tono amarillento y, en algunos casos, restos de pelos. Es un recuerdo perturbador, pero para eso están allí, exhibidos. Para perturbarse, para no olvidar. Con eso se divierten estos subnormales.

Otro hit refiere a “hazañas” locales. “Les volamos la embajada / les volamos la mutual / solo les queda la cancha / y se la vamos a quemar”. Muy bien. Suficiente. El castigo debería hacerles honor. Que sea… a lo bestia. ¿Exagero? Para nada. No subestimemos el valor de la palabra, muchachos.

Los chinos tienen una curiosa maldición: “Que se cumplan todos tus sueños”, dicen. Ahí sonaste. Vivir sin sueños sería intolerable. Tanto, como que se cumplan tus peores pesadillas. 

En medio del caos de 2001, Baby Etchecopar, después de recibir una amenaza, creo, dijo esto en su programa: “Los argentinos vamos a salir a cazar ratas, a cazar gente que nos molesta. Todo hombre tiene derecho a la autodefensa. No sé si me gustaría cargar en mi conciencia con la vida de un ser humano, pero si peligra la integridad de mi familia, no dudaría en usar un arma”.

No conozco a Etchecopar salvo por sus opiniones, con las que suelo no coincidir. Pero es imposible no solidarizarse con alguien que sufrió un asalto a mano armada, en su propia casa y con su familia presente. 

Estas “ratas”, cierto, nada tienen que ver con esas víctimas de Auschwitz estigmatizadas por el nazismo. Son jóvenes crueles, violentos, devastados por la droga, que balbucean una jerga que solo desciframos con la ayuda de los programas de América. Pero no cayeron del cielo. Son producto de otra clase de fábrica. Una que multiplicó excluidos durante los noventa mientras nuestra clase media tomaba sol en Miami o Punta Cana.

Salvajes, despiadados con un arma en la mano, no debe ser fácil enfrentarse con ellos en su propio terreno, a balazos. Hay que tener, al menos, algún código en común. Tirar a matar no es para cualquiera.

Habrá mil debates. “¡Hay que matarlos a todos!”, gritarán unos. “¡Perpetua para los de 14!”, pedirán los que exigen mano dura. Alguno dirá: “Esto, con los militares no pasaba”. Lo de siempre.

Es increíble que alguien crea que la pena de muerte podría cambiar algo, más allá de reimplantar un Estado asesino que ya sufrimos. La vida de esos chicos no vale nada, para nadie. Ellos lo saben y por eso se la juegan a cara o cruz en cada salida, llenos de odio. Nada les importa. Nada son, nada tienen que perder. Bajemos al sótano a revisar nuestro retrato de Dorian Gray, compatriotas, porque esas “ratas” son obra nuestra. A hacerse cargo.

De esa maginalidad surgió otro curioso invento nativo: los barras profesionales. Esos que, en “estado de naturaleza” hobbesiano, también defienden su terreno a sangre y fuego, mientras facturan a cuatro manos. Los medios los llaman “inadaptados” (ridículo: nadie más adaptados que ellos), mientras el negocito crece, cada vez con más socios. Punteros, dirigentes, policías, vendedores de esto o aquello. Por eso están, siempre, se diga lo que se diga. 

Nazis de cartón. Chorros limados. Locos de la guerra. Odio de clase. Malheridos. Muertos. Vivillos. Amantes del plomo.

Lo siento, Hobbes. Me quedo con Boris Vian y su historia del lobo del bosque de las Supuestas Quietudes, al pie de la costa de Picardía, que un día fue mordido… por un ser humano. 

Acá es igual. Son los hombres los que muerden a los lobos.