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1.01.2013

LOS PODERES DEL CHAMAN [1/7]

Por Francisco Trujillo
Sus Artículos en ADN Omni





LA MORADA DEL PODER

Aquella fue la primera ocasión en que tuve alguna experiencia con las drogas, es decir, con sustancias más fuertes que una taza de café, un cigarro, o una Coca Cola. Antonio, uno de mis dos compañeros de viaje, había extendido el brazo para alcanzarme el cigarro de marihuana del cual se había abstenido de fumar luego de que Edgar, quien lo encendió, se lo pasara. Tomé el cigarro humeante y me lo acerqué a los ojos, para verlo mejor. Nos encontrábamos a un punto más o menos indefinido en la Sierra de Oaxaca.

Antonio era el guía de la expedición;para aquel entonces ya había terminado sus estudios de ingeniería y supuestamente realizaba su tesis, peros dos o tres años atrás había tenido contacto con un personaje absolutamente fuera de lo común y, bajo sus enseñanzas, había comenzado el arduo camino de Iniciación en el chamanismo,  lo cual lo había alejado no sólo  de la Academia, sino de muchas otras facetas de forma de vida en la cual los tres nos habíamos formado. Edgar cursaba regularmente el último año en Filosofía y, al igual que yo, estudiante también del último año pero de derecho, se había asombrado al constatar la serie de cambios experimentados por la personalidad de Antonio, de tal manera que cuando éste nos invitó a Oaxaca a conocer a su maestro, aceptamos de inmediato.

Tomé el cigarro y, después de observarlo con detenimiento, me lo llevé a los labios para fumar, profunda y hasta alegremente: aquello era algo que había deseado hacer desde hacía mucho tiempo, pero también había tenido miedo, verdadero miedo de llevar a cabo, y en esa ocasión experimenté la euforia de lo prohibido, el encanto que atrapa a las bestias ante la vista del fuego; pero a diferencia de ellas, que salen huyendo, yo me acerqué al fuego y comí de él sin reservas, dejando todo temor de lado, sintiendo debajo de la piel latir mi libertad sin otra compañía.
-¡Fuerte! -me indicó Antonio-. Fuerte y aguántalo adentro hasta que no puedas.
Yo seguí las indicaciones; di tres fumadas de esa manera y regresé el cigarro a Edgar, quien ya había exhalado lo poco de humo que le quedaba en los pulmones.

habíamos salido de la ciudad de México aún de madrugada; Edgar y yo con toda la facha de campistas expertos, con nuestras enormes mochilas a cuestas, grandes botas, una cámara fotográfica, cantimploras y demás, mientras Antonio calzaba huaraches y cargaba sus escasas pertenencias en un morral de yute. Su apariencia magra resultaba extraña, de corta estatura, con el cabello ni corto ni largo y una despreocupada manera de vestir.

El cómodo autobús que abordamos en la estación del Distrito Federal nos dejó cerca del mediodía, en una ciudad pequeña de estado de Oaxaca, donde abordamos otro, esta vez mucho menos acogedor, el cual, luego de más o menos dos horas de camino, dejamos en un pueblo al pie de la imponente cordillera a cuyas entrañas pretendíamos penetrar. No tuvimos que esperar mucho para conseguir un vehículo que nos ayudara a hacerlo. Antonio ya conocía alguna gente y le resultó sencilllo contratar a un par de hermanos -quienes transportaban productos agrícolas- para que nos llevaran en el próximo viaje a bordo de su camión de redilas.

Salimos cerca de las cuatro de la tarde, instalados en la cabina, por un momento de terracería que trepaba por las altísimas paredes rocosas que nos separaban de nuestro objetivo. apenas habíamos iniciado el ascenso cuando antonio propuso al par de hermanos que nos permitieran realizar el viaje en la parte de atrás, junto con la carga. estos se miraron algo extrañados, pero evidentemente preferían ir con más espacio en la cabina, pues asintieron de inmediato.

Nos acomodamos sobre algunos bultos, sentados y con el cuerpo extendido, a mayor altura que los choferes, desde donde la experiencia de viajar resultó por completo diferente a lo que, cuando menos Edgar y yo, habíamos conocido. Instalados de tan cómoda manera, fue cuando Edgar propuso fumar la marihuana, y Antonio aceptó con un drástico: "Bien. está bien. No les hará ningún daño".

Cuando iniciamos el camino, el ambiente era seco, semidesértico, pero conforme avanzamos la vegetación fue haciéndose más y más tupida, así como cambiando de especie. de la misma manera, el aire al chocar con nuestra piel, al principio caliente, muy caliente y casi duro, fue refrescándose, y un perfume húmedo comenzó a rodearnos, a abrazarnos maternalmente.

El camión trepaba por aquella pendiente, por un lado del camino chocaba contra las paredes peladas de la montaña, mientras que por el otro se derramaba estrepitosamente hacia el precipicio, el cual paso a paso se nos mostraba más profundo.

Edgar y yo platicábamos con cuantas palabras nos venían a la mente, mientras Antonio lo hacía con monosilábicos y frases muy cortas. era como si estuviéramos asecndiendo no solamente a una montaña, sino literalmente a las alturas, donde las cosas del mundo pierden sentido, y aquello que en él se calla  por quién sabe qué tantos motivos adquiriera fuerza propia, como si se fuera deshaciendo de sus ataduras y fluyera pleno de naturalidad en nuestra charla, a la vez que, aunque de una manera distinta, el silencio de Antonio iba adquiriendo mayor y más profundo significado conforme nos alejábamos del suelo de los mortales.

La tierra árida ya había quedado bastante lejos de nosotros, y la vegetación había adquirido, por donde se dejaba ver, fuerza y vivacidad, cuando, luego de dos o tres fumadas más, caí en la cuenta de que el ruido del motor, que rebotaba en las paredes de piedra y en parte regresaban a nuestros oídos, había tomado nuevas característica, se había hecho mucho más terso y melódico, como un canto ronco, proveniente de la garganta de un gigante, o mejor, de un espíritu gigante, que nos estuviera dando la bienvenida.

Guardé silencio, lo cual al principio no pareció afectar el flujo de la conversación. me entregué dócilmente a aquel canto, a medias rugido poderoso y a medias susurro protector, me dejé llevar por sus oledas, por sus cambios de forma y de intensidad, por sus subidas lentas, lentísimas, así como por  sus bajadas abruptas. Mi atención visual, por el contrario, no recaía en ningún objeto en particular: miraba ampliarse más y más la bóveda del horizonte conforme subíamos, las paredes de roca viva y la vegetación estallando por acá y por allá en centellas verdes de artificio; asimismo reparaba en el movimiento de las manos de Edgar, las cuales ilustraban plásticamente sus aseveraciones, que en los huaraches de Antonio, dócil y femeninamente adaptados. Tal era el hechizo en el cual aquel canto salvaje y benévolo me había atrapado.

En un momento indefinido captó mi atención, sin que por ello me olvidase del canto, la particular belleza del rostro de Edgar, su carne regordeta la cual a cada sacudida del camión temblaba con alegría juvenil, llena de vida, llena de vida como nunca la había visto, con una barba mal recortada, rala y tersa, como la de un cabritillo; el cabello más bien largo y que el soplo del viento hacía ondular como sucede con las plantas marinas en medio de una fuerte corriente. Su rostro brillaba, rosado como el de un conejo recién nacido.

No sé qué cara puse, qué gesto, yo supongo que de inmensa maravilla, pero cuando Edgar reparó en él soltó una tremenda carcajada, la cual se vino a sumar al canto de nuestro gigante como la voz de un coro de mujeres que lo bordara melódicamente con arabescos brillantes. me sentía... no feliz, porque feliz no es la palabra; me sentía perfectamente lúcido, tal vez mucho más que de costumbre, y totalmente consciente de mi libertad, entendiendo que estaba ahí por mi propio deseo y que si alguien en ese momento me hubiera propuesto estar en otra parte, en cualquier otra parte, en la cama con Marilyn Monroe o capitaneando el más grande y lujoso trasatlántico del mundo, yo no hubiera aceptado, pues me encontraba en mi lugar preciso.
-Es la cima del mundo, no es cierto? -me preguntó Antonio de repente , con una sonrisa de comprensión, identica a la que hacen los ancianos ante las desazones de los jóvenes.
Edgar dejó de reír inmediatamente, con un gesto de incomprensión ante la frase que en apariencia no venía al caso. Volteó a mirar a Antonio y volvió a estallar en una carcajada, la cual, retorcida y hermosa, se integró de nuevo al canto ronco que nos acunaba. Sus ojos profundamente azules, como estrellas agigantadas, brillaban con violencia.
-Eso -dijo Antonio, ahora dirigiéndome a Edgar-, ríe porque precisamente eso es lo que debes hacer en este momento. ¿No es cierto?
Edgar asintió, carcajeando. Yo observaba todo desde el trono brillante de mi libertad; el mundo se alejaba más y más de nosotros, y las nubes, cada vez más cercanas, se derramaban por los bordes del cielo, como la espuma de un tarro de cerveza.

Antonio contiuó: "La hierba les ha abierto los ojos del corazón, porque los tienen cerrados y no pueden abrirlos por ustedes mismos: son todavía demasiado débiles o tienen, como alguien dijo por ahí, demasiada poca fe. Aquí no hay problema; abránlos, déjenlos abiertos, porque nos estamos acercando al centro del mundo, y aquí la fuerza es luz. Aquí no les pasará nada."

Edgar ya había dejado de reír y ahora escuchaba con atención a nuestro guía, pero aún su voz, en los cientos de voces femeninas que se había convertido, cantaba magníficamente en conjunción con la de nuestro gran espíritu anfitrión.
-Ustedes pueden pensar que algo los obligó a ser como son -prosiguió Antonio-. a tenerle miedo a algunas cosas, a desear todo aquello que desean, pero no es así, sino que ustedes mismos han optado por esa posibilidad, han preferido esa oferta. Nadie les ha puesto una pistola en la sien para que se vistan como lo hacen o para que hablen así o para que hagan determinados gestos; ustedes han decidido hacerlo pues así les ha convenido, y el que ahora me acompañen no señala otra cosa que su deseo de cambiar. pues bien: alégrense porque pueden hacerlo.
-¿Qué te pasa? -cuestionó Edgar de golpe, con gesto de verdadero asombro-, ¿Que te crees Cristo, o qué?
-¿Cristo? -preguntó sonriendo Antonio-. De veras que te vas  a los extremos, Edgar. Aunque sí, ¿Por qué no?, tal vez Cristo tenga algo que ver aquí, tal vez tu Cristo sea una de las razones por las cuales te has decidido a ser como eres.
-El tiene una forma de ser -dije yo, casi sin desearlo-, una forma de ser desde que nació: es un conejo con barbas de chivo -y me reí, lo que a Edgar no le hizo mucha gracia. Esta vez mi risa también se integró al canto mayor.
-La forma de ser no existe -dijo Antonio, sonriendo pero muy en serio-. la forma de ser es eso, simplemente una forma, como la forma de las nubes, ¿No las ven?, cambian todo el tiempo, no dejan de cambiar -y ambos discípulos volteamos hacia arriba al mismo tiempo-. El ser es lo único que existe, y cada uno de nosotros es una grieta por la cual él fluye.
"Las formas que va adoptando conforme pasa el tiempo, las formas que nosotros le vamos dando son pasajeras y no tienen nada que ver con el ser -aseguró-, solamente que él las escogió, son las máscaras que nos hemos decidido a modelar frente al espejo en una tienda de antiguedades."

"El ser es Poder -continuó-. Es el Poder mismo, el cual no tiene origen ni tendrá fin, y al cual nosotros no podemos ni tocar ni manipular, ¡Vaya!, ni siquiera conocer , pero que nos da aliento y que somos nosotros mismos. Al ser, es decir al Poder, no podemos más que ejercerlo o traicionarlo, y normalmente lo traicionamos, o no? -nos preguntó."

Hasta entonces, en medio de aquel canto mágico compuesto por tantas y tan bellas voces, con tantas ideas tan nuevas fluyendo de la boca de Antonio y compartiendo mi asombro con Edgar, fue que caí en la cuenta de que la marihuana había obrado su efecto sobre mí. lo entendí repentinamente, y en el acto experimenté el golpe en mi ánimo de una desagradable oleada de escrúpulos, de sentimientos de culpa y de miedo... ¿Qué me estaba sucediendo? ¿Qué sería lo siguiente? ¿Perdería el control? Antonio de inmediato pareció darse cuenta de lo que ocurría.
-¡Calma! -me dijo, y se incorporó para poder colocar la palma de su mano derecha sobre mi frente, con lo que de inmediato sentí alivio-. ¡Cálmate! Nada malo te va a pasar.
-Fijate cómo son las formas del ser -continuó dirigiéndose a Edgar-. Y tu también, Mario -me dijo-, fíjense cómo la forma cambió: el ser de Mario continúa siendo el mismo, pero de pronto llega el miedo y todo lo cambia. Si traicionamos al Poder él nos traiciona, nos contesta con jugarretas, con engaños que si no conocemos, si no sabemos distinguir, se adueñan de nosotros. El ser es como el haz de luz de un proyector, siempre fluye igual, impasible y brillante, mientras las formas del ser son como los cuadros que forman la película proyectada: tuercen ese ser que los atraviesa, le dan colores y formas, pero colores y formas que no le corresponden por sí mismos. Los cuadros pasan unos tras otros frente al haz de luz, y en la pantalla se proyecta una película. Nosotros creemos, pues nos hacen creerlo así  y porque decidimos finalmente creerlo, que esa película es nuestra propia vida, pero no es así pues se trata solamente de imágenes; el ser, el Poder, es lo que les da vida, pero permanece escondido a los ojos del que no sabe distinguirlo; y así vamos, viviendo entre sombras, entre sombras brillantes y bellas, si quieren ustedes, pero al fin entre sombras...
De la cuestión del ser, Antonio pasó, si no recuerdo mal, a las drogas. Repitió, más bien dirigiéndose a mí, mientras el camión continuaba su ascenso y el sol su descenso, que esas sustancias nos ayudan a "abrir los ojos interiores", pero que lo hacen fuera de nuestro control.
-Y hay algo muy importante -añadió-: en la antigüedad, cuando los hombres tenían una forma más religiosa de ver el universo, el uso de las drogas se encontraba restringido a prestar servicios espirituales, y no cualquiera ni en cualquier circunstancia podía acceder a ellas; en cambio en las sociedades modernas son usadas indiscriminadamente y sin ningún respeto, lo cual nos ha llevado a una incomprensión casi absoluta de sus facultades, convirtiendo lo que fue un camino para el crecimiento espiritual en un vicio y nada más, en un medio de degradación y en grandes problemas para todo el mundo, ¿No es cierto, Edgar? -y Edgar asintió, riendo un poco tontamente, como lo había venido haciendo desde hacía un rato.
"El uso de las drogas -continuó- tiene un fin, un fin mágico, el cual hay que saber respetar, porque si no todo puede voltearse y, en lugar de liberar nuestro poder, puede encadenarnos definitivamente en nuestros vicios y nuestras debilidades..."

Guardó silencio repentinamente. la tarde ya se encontraba bien avanzada. Llamó entonces mi atención el que las nubes, observadas por Antonio desde hacía rato y que antes se encontraban a una altura indefinida e inalcanzable, se habían apilado en los bordes de la montaña y se encontraban a corta distancia de nosotros. la temperatura había descendido y la humedad se hacía más densa. Luego de un momento, sin aviso previo, llegamos al cielo y ¡Paff!, de pronto nos encontramos dentro de las nubes, en sus entrañas perfectas.

Yo nunca antes habia estado dentro de una nube; había caminado en la neblina y también tomado baños de vapor, pero nada de ello resultaba comparable a esta nueva sensación. Repentinamente todo desapareció, sumido en una absoluta y brillante blancura; de pronto fue como si me encontrara solo, como si mis compañeros hubieran desaparecido en un limbo donde los equilibrios de este mundo se hubieran esfumado, donde ninguno de los tantos y tantísimos asuntos tan importantes que componen nuestra vida hubieran desparecido en la más profunda oscuridad.

La conversación de Antonio se esfumó también, junto las risotadas de Edgar y el eco del motor, metamorfoseado en canto. Todo se hizo silencio, acompañado de una blancura silencios, acariciadora y fría.

Las partículas que forman las nubes ocupan un punto intermedio entre vapor y la lluvia; puede sentírselas chocar, en chispas heladas, contra la piel del rostro, contra los brazos y las manos; se las siente colgar de los bordes de las fosas nasales, entre el cabello, contra los párpados y contra los globos de los ojos abiertos. la lluvia finísima que ellas formaban como un velo de denso vapor tejido en punto cerrado, obró un efecto purificador sobre mi ánimo; hizo las veces de bienvenida, como el paso por la antesala del lugar al que estábamos llegando y que se trataba, evidentemente, de un lugar mágico sagrado.

No sé cuánto tiempo duró nuestro paso por la nube, tal vez dentro de ella el tiempo no fluía de la manera que todos conocemos, tal vez iniciaba una marcha hacía atrás, se detenía o simplemente se retorcía sobre sí mismo, pero si hubiera durado una hora o dos, o solamente unos cuantos segundos, de lo que si estoy seguro es que aquella experiencia me llevó a una calma absoluta, lo cual no debe entenderse como quietud, sino como armonía, como un movimiento continuo y equilibrado: todas las voces que componen mi conciencia en ese momento comenzaron a fluir, unas junto a otras, rozándose placenteramente, como un conjunto de livianos delfines que nadaran en medio del océano vibrante e infinito del universo.

De la misma manera repentina como entramos a la nube salimos de ella, y lo que entonces apareció ante nuestra vista confirmó mi intuición de que estábamos entrando a un lugar sagrado: la carretera ahora corría por la cima recortada de la cadena montañosa que, a tramos, sobresalía de un brillante mar de nubes, por entre el cual, acá y allá como islas de ensueño, podían verse los picos más altos de otras montañas. A lo lejos, el sol estaba a punto de hundirse en el horizonte, como una perfecta e incandescente gota de metal fundido.







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